25.12.08

Confesiones de un lunes nublado


Sonaba. Una y otra vez, y no paraba. Busqué el maldito botón del insoportable despertador, y no lo encontré. Sin abrir los ojos me estiré, y hasta gire de mi posición de dormida para alcanzarlo, y no pude. Me levanté
Miré mi reflejo en el espejo del baño, y me reí de mi cara, de mis pelos, de mi.
No quería vestirme, y no lo hice. Abrí de par en par las cortinas de la ventana de mi cuarto, y miré.
Desde el segundo piso podía ver toda la cuadra, incluso se visualizaba la plaza del centro, con sus juegos infantiles destrozados por el tiempo, con árboles pelados, sin hojas (no era invierno)
La mañana generaba en la gente algo raro. Todos corrían, con maletines y trajes de tela fina. Las madres llevaban a sus hijos arrastrando del brazo hacia la escuela. Los padres subían a los autos apurados por el reloj, y se olvidaban de saludar.
Y yo seguía ahí, observando el mundo, con mi pijama y un mate demasiado caliente (como siempre había dejado hervir el agua)
Una pareja de enamorados se despedían desde la puerta de una casa ubicada justo enfrente mío. Se decían palabras melosas, se miraban, se abrazaban, se saludaban y él empezaba a caminar mientras ella lo miraba irse con cara triste de novia. Y el volvía, le daba un beso, otro abrazo. Y se iba, y volvía. Lo repitieron unas cuantas veces. Hasta que por fin se fue, y deje de mirarlos.
En la esquina, el señor de las revistas charlaba con la mujer de Rubén, el dueño del taller de acá a la vuelta. No llegaba a escuchar la conversación, pero hubiera apostado que estarían intercambiando chusmerios y hablando mal de las chicas que viven al lado del taller. “Vuelven tarde, de madrugada, y siempre andan con algún muchacho distinto”.
Decidí dejar la ventana por un rato, fui a la cocina y agarre en tarro que me regalo mamá, ese que dice “yerba” con colores primarios. No era lindo, de hecho era un tarro bastante horrible, pero, ¿alguien se animo alguna vez a tirar el regalo de mamá? Yo no.
Además, se ponía contenta cuando me visitaba y lo veía. Insistía que a la casa, a mi casa, le faltaba color. Para mi estaba bien como estaba.
Arreglé el mate y camine por la casa cebando y tomando. Puse música, de la que solía escuchar con él. Me senté en el piso, en la alfombra. Y me quedé ahí largo rato. Con el mate, la pava y la música. Sabia que en un rato debía vestirme y salir al mundo, ponerme traje de tela fina y charlar con el señor del puesto de revistas. Pero todavía no, todavía era temprano. Era lunes y estaba nublado, todo indicaba que seria un día como el de ayer y, seguramente como el de mañana. Tranquilo, sin sobresaltos, sin noticias buenas ni malas. Un día, como todos. Lunes y nublado.
Pero no. No quise que fuera uno mas. Pensé y pensé. Me levanté de la alfombra, me vestí, corrí a su casa. Corrí rápido, demasiado. Llegue a la puerta y me detuve. Miré las ventanas grandes y viejas, la puerta de madera y la ventana. Y, mientras recuperaba el aire por la corrida empecé a darme cuenta que habían pasado 13 años de amistad. Muchos años juntos, todos los días, todo el tiempo y nunca me anime de decirle las cosas.
Toque timbre. Él abrió. Me sonrió, con esos ojos que me enamoraron por años. Y cuando se acercó para saludarme me corrí para atrás, me alejé y lo miré.
Te amo. Le dije. Y me fui.

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